Desde pequeño siempre había creído que el mundo acababa en
aquello que él llamaban campo de fútbol, únicamente intuido por la presencias
de tres estacas de las que colgaba una vieja red que hacía ya muchos años había
dejado de alimentar a la familia del joven Luca. Detrás de ellas, un muro con
dos caras: el de color gris que ponía límites a las esperanzas de los hijos de
pescadores que intentaban no verse atrapados por aquellas redes; y del otro, el
de color salmón, el que solo podía ser visto por la familia Cassavachi,
propietaria de una fábrica que había ido pasando de generación en generación
alimentándose de la desesperación de todos los que vivían en aquel pequeño
pueblo bañado por el mar. Aún así, Luca nunca tuvo interés en saber por qué la
vida le había puesto a un lado de ese muro y no al otro. Al fin y al cabo, tan
solo necesitaba su posesión más preciada para ser feliz: ése balón de fútbol en
lucha perpetua entre el roce de las piedras y las capas de grasa de caballo
untada cada noche con la esperanza de que al día siguiente aún hubiese
suficiente cuero en él para disfrutar con sus amigos de un partido más. Pero,
esa tarde la fatalidad se alió en su contra; una patada más fuerte de lo
habitual, un barril de aceite vacío dejado por Dios sabe quién, y todos
enmudecieron al ver lo imposible, lo que nunca había ocurrido. Sus miradas
siguieron la trayectoria que el balón describía en el aire seguro de que el
muro que había ido creciendo en su interior al mismo tiempo que ellos lo
hacían, era infranqueable. No había nada que temer, la pelota rebotaría y todo
seguiría igual...Pero, por un instante el viento se quiso aliar con los
poderosos arrebatándoles lo único que les alejaba de aquel muro gris.
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