Corría la década de los
sesenta cuando Stanley Milgram, psicólogo de la prestigiosa
universidad de Yale publicaba su¨Estudio del comportamiento de
la obediencia ¨, fruto de un experimento realizado años antes como respuesta a
la sentencia de muerte dictada en Jerusalén contra Adolf Eichmann, uno de los
mayores genocidas nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Milgran trataba de
dar respuesta al comportamiento colectivo del ejército alemán, que amparados en
lo que hasta ese momento parecía la más burda de las disculpas: ¨ Yo sólo
obedecía órdenes¨, parecía tranquilizar las conciencias de un país, incluso
la del resto del mundo, que desconcertadas no daba crédito a todas las barbaries
que se descubrían con cada campo de concentración liberado, con cada fosa común
abierta por las fuerzas aliadas. Pero cuando todo apuntaba a que ese
horror había sido producto de una férrea cadena de mando, apareció Stanley
Milgran para dar la versión actualizada de la famosa frase de Jacques Rosseau,
el cual estaba convencido de que ¨el hombre era bueno por naturaleza, pero la
sociedad lo corrompía¨. Visto lo visto, parecía que al bueno de Rosseau no le
faltaba parte de razón, como finalmente demostró el controvertido experimento de Milgran, al que se prestaban dos
voluntarios, que siendo uno de ellos un actor, decidían cogiendo unas papeletas quien
haría de paciente y quien el alumno de un supuesto profesor. Como es obvio el
actor siempre desempeñaba el mismo papel de paciente, mientras que el alumno
debía ir activando unos electrodos en las muñecas del paciente cada vez que
éste fallase las preguntas formuladas por el profesor. Lo sorprendente es que
se empezaba administrando quince voltios y llegados a unos sesenta el actor paciente
gritaba debido a un insoportable dolor en su corazón, rogando que interrumpiesen la prueba porque
padecía una afección cardíaca. Llegados a este punto casi todos los alumnos le decían al
profesor que no podían continuar. Éste aprovechando su imagen de superioridad les
insistía que continuasen. El resultado fue que ninguno de los mil voluntarios
dejó de aplicar corriente, llegando incluso a los cuatrocientos voltios.
Determinado de esta forma que el ser humano lleva en sus genes la obediencia a esa
autoridad en la que reconocemos la legitimidad para emitir juicios de carácter
normativo. La cuestión es, ¿por qué reconocemos en otro esa superioridad?: por
superioridad física, económica, intelectual… ¿Y cuánta será nuestra
resistencia moral ante las órdenes de la supuesta autoridad?
La historia nos
recuerda que los hechos más dramáticos han ocurrido debido a la obediencia ciega, y no por
la desobediencia motivada por cuestionar esa supuesta autoridad.
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